lunes, enero 22, 2007

El reino deshabitado


Érase una vez una reina destronada, una mujer condenada que poblaba un reino deshabitado. Una dama gris disipada en las tinieblas, prisionera en una lúgubre mazmorra en lo más alto de la almena. Soberana del infortunio, rea de la adversidad, esclava del desamparo, señora de la desventura, la más desdichada sierva de la infelicidad; que intentaba sobrevivir a la locura, cautiva del desasosiego; acurrucada en un rincón de su calabozo, estaba sometida al señor de las sombras; el oscuro hombre que había atormentado cada día de su vida.

Durante las mañanas el sol asomaba por una pequeña claraboya, iluminando tímidamente la penumbra de la celda, coloreando sutilmente sus sueños. Pero al caer la oscuridad los fantasmas deambulaban de nuevo por los sombríos aposentos del castillo; eran los espectros que aterrorizaban las noches en la soledad de su castigo. La infausta dama de tez plomiza mataba las horas hilando en su rueca; trabajando duramente lograba evadirse de su condena. Cuando el huso pinchaba sus dedos imaginaba ser una bella durmiente, desvaneciéndose en un profundo letargo, del que solo un beso de amor le pudiera liberar. En ocasiones soñaba estar tejiéndose unas alas, y así lograr sentirse como la golondrina que visitaba el alfeizar de su cautiverio; poder flotar ingrávida y huir volando más allá del tragaluz.

Un día el siniestro rey sorprendió a su esposa murmurándole a la golondrina; entre sollozos le confesaba su propósito de urdirse unas alas de seda para poder escapar lejos de allí; partir hacia nuevas tierras dejando atrás las órdenes del tirano y su desolado feudo. El enojo del caballero empeoró más aún el confinamiento de su mujer; aquella noche los espíritus opacos descargaron toda su ira contra las costillas de la cortesana, azotaron su cuerpo salvajemente con una correa de cuero hasta arrebatarle el conocimiento. El crepitar de las llamas le desveló de su inconsciencia; tras las murallas del castillo una hoguera abrasaba su rueca de hilar, y con el viejo telar se incineraba el sueño de tejer su vestido de libertad.

De su sastrería solo sobrevivió al fuego la tela ensangrentada sobre la que había caído desmayada. Afligida por el dolor, angustiada por tanto sufrimiento; lloraba desconsoladamente al verse incapaz de soportar más amargura. Anudó el tejido sanguinolento alrededor de su cuello y escapó volando tras la ventana de su prisión…