martes, marzo 27, 2007

Fugitivos


Darío nació en el seno de una familia de rancio abolengo, la estirpe de los Montenegro, un clan entre la más alta alcurnia Lisboeta. Una vida sometida a la disciplina y el decoro, entre la férrea educación religiosa y pomposos actos de sociedad. El joven creció subyugado a su noble linaje en soledad y desidia; circunspecto a los estatutos de su dinastía, las normas señoriales que acotaron sus sueños. En silencio deploraba sus raíces pero se encomendaba al destino, con la esperanza de poder escapar de su jaula de cristal sin agraviar el honor de los suyos.

En cambio Marcos era un muchacho de raza calé, asentado en un poblado gitano en los arrabales de Madrid. Un chico de los suburbios; sin instrucción escolar, trabajo ni demasiadas ambiciones. Reo de su sangre, cautivo de las leyes de su vetusta cultura; los orígenes étnicos habían condicionado cada episodio de sus desventuras. La prole de hermanos subsistía entre el comercio ambulante y pequeños hurtos; sin poder huir de su barriada de chabolas en el extrarradio; asediados por policía y vecinos, con un sombrío porvenir en el horizonte.

Años después aquellos dos hombres emanciparon sus vidas, abandonando dudas y temores. Mudaron sus deseos a otra ciudad, más allá de la alambrada que cercaba sus pasados. De la identidad que les encarceló solo conservan el nombre y algunos recuerdos que desterrar de la memoria. Eran prófugos de su cuna, dos almas libres buscando un camino hacia el futuro. Diferentes culturas, linajes, dogmas o convicciones; pero con el mismo afán de libertad.

Ocurrió la noche en que la tragedia sobrevino a la corona danesa; el príncipe Hamlet cavilaba en el escenario mientras los bailarines acariciaban su monologo con una danza flamenca. En ese instante sus miradas se encontraron y todo cobró sentido. Solo compartían el libre albedrío y la afición al teatro, no tenían nada en común; pero con la pasión y el amor encontraron todo lo que siempre habían anhelado...