jueves, abril 27, 2006

Vulcania


En el país de los Vulcanos los humanos no son seres sino recursos, la riqueza circula con más libertad que los ciudadanos, la gente ha dejado de tener nombre para pasar a ser un número. Ya no son personas sino patriotas, suman pero no cuentan, existen pero no viven.
En Vulcania los medios de información desinforman, solo muestran lo que ellos quieren que ocurra y nada sucede si ellos no lo cuentan; sus informativos enseñan a ignorar, la realidad es ficción, la noticia es disfrazada, la disidencia silenciada. Oyen pero no escuchan, dan pero no otorgan, hablan pero no dicen.
El crimen redacta las leyes, la justicia encarcela inocentes, no hay derechos sino privilegios, no hay orden sino caos; el soldado ignora al asesino porque le tiene frente al espejo, defiende el sistema frente al pueblo indefenso.
El cardenal de Vulcania. ama mas al poder que a Dios, toma su nombre en vano y solo santifica la riqueza; honra al banquero, mata en nombre de Dios, comete actos y pensamientos impuros, roba y codicia lo ajeno, miente a su pueblo. Promete el cielo y amenaza con el infierno, pide a los pobres siendo rico, pide a los ricos para aún serlo más.
En el país de los vulcanos el pueblo solo tiene libertad para quitarse la vida. Se sienten vacíos, no son nadie en ninguna parte y creen valer menos que la soga que les ahoga. En el país de los vulcanos muchos sueñan y no despiertan.

miércoles, abril 19, 2006

El muro


Los muros y murallas relatan pasajes épicos, retratos biográficos, episodios fugaces de nuestras vidas; su arquitectura, erosión o función nos transporta al momento en que fueron erigidas. Nos hablan de sus gentes, sus costumbres, cultura, de porque y quienes las construyeron, de la sangre que fue derramada o de las historias de amor que contemplaron, de cada gota de sudor que fue empleada para levantarlas. Siempre han sido fronteras de piedra, diques de contención, jaulas de hormigón; con pretensión de proteger, cercar, limitar o privar de libertad, cobijando o condenando almas, ideas, intensos momentos…
Han derrumbado la vieja tapia que amurallaba el colegio de mi infancia y con ella se ha borrado la huella de una época. Las pintadas de los estudiantes, las reivindicaciones políticas y sociales, pinceladas de arte urbano y graffiti, dibujos de tiza y bolígrafo, firmas espontáneas, corazones de rotulador con muchos nombres en su interior…; Cada capa de pintura y de recuerdos se ha desojado entre polvo y cemento, se ha roto en pedazos el espejo del tiempo y ya solo queda un metro escaso de endeble esqueleto de ladrillo para rescatar un pedacito de aquel testigo silencioso de nuestras vidas.

martes, abril 18, 2006

La anciana



La anciana murió tranquila, agotada de existir y de maldecir su enfermedad. Había tenido una vida digna y longeva, servil a los quehaceres domésticos, a su familia y a su fe, fruto de la educación costumbrista que había recibido en su pequeño pueblo de las montañas.
Siempre rebosaba energía, a diario limpiaba cada metro cuadrado de la vieja casa al tiempo que charlaba con las vecinas de cualquier suceso. Acudía al mercado mientras dejaba cocinándose a fuego lento algún suculento guiso. Y en el frenético vaivén siempre sacaba un rato para oraciones y plegarias, misas televisadas o cualquier programa de corazón o telenovela matinal.
Cada tarde oraba, rogaba y cantaba a Dios desde los primeros bancos de la iglesia. En esas horas de misa su marido se sonría diciendo que pasaba las horas en el desguace; quizá no hubiera bromeado tanto de saber que una parte de su pensión de jubilado acababa en las arcas de la parroquia. Y por las noches, al acostarse rezaba entre susurros hasta que el sueño le silenciaba.
Y fue con un nuevo despertar cuando la enfermedad la arroyó; aquel amanecer supuso el principio del fin. Su vitalidad se esfumó, las tareas diarias se convirtieron en una tortura física que su frágil cuerpo no podía soportar. La rutina era una condena, un bucle infinito, todo se había desvanecido; sus ganas de vivir, su sonrisa, la luz de su ojos. Durante 3 años vomitó un inagotable chorro de despropósitos devorada por el dolor, amenazando con arrojarse al vacío y acabar sus días. Y así, maldiciendo su sino, murió. Y a pesar de la enorme tristeza que su marcha me provocó sentí un inmenso alivio y una gran paz interior al saber que ya no sufriría más.
Era mi abuela, murió no muy lejos de donde había nacido, en Santurtzi, allende del mar. Se llamaba Charo, tenía el cabello rojo encaracolado, la tez bronceada y salpicada de pecas, y una picara mirada almendrada. Le gustaba observar el mundo sentada desde su banco de la calle y dejar marchitar sus días al sol.