miércoles, diciembre 13, 2006

La soledad




La Soledad es un retiro de piedra cubierto de hojarasca; un tenso silencio encerrado en una estancia vacía; el eco perdido de un campanario en la montaña; el susurro de un fado nostálgico en la penumbra del sótano; una emoción confinada en la prisión de la melancolía; Un verso desgarrado de su poema, abandonado en el reverso de una fotografía que yace olvidada en el fondo del baúl.

Es la carencia de afecto y compañía; un inhóspito glaciar, un yermo desierto, un árido páramo, un paisaje lunar en mitad de la nada. Es el abatimiento por la ausencia de lo estimado, el profundo pesar que lega el desamor, la lejanía de un ser querido, el triste recuerdo de lo evocado.

La soledad es la inquilina forastera que aflige los corazones; la nómada compañera de alguien sin compañía; la mendiga que deshabita la nada y lo habita todo, poblando los destinos y los instintos; anida en cada rincón de la ciudad, en la cabaña del ermitaño, en un Chat de madrugada, en un vagón de tren, en una UCI postrada. Trasnocha en pórticos o bajo sabanas de seda; se alimenta de las ánimas que naufragan, de espíritus abatidos, de espectros que deambulan desorientados, de aquellos que caminan por los pantanos entre bruma y lodo.

La soledad es encontrarse solo estando acompañado; desearlo todo y no sentirse deseado; habitar un hogar y hallarse despoblado; llenar la vida de enseres y notarse desolado; anhelar y no ser añorado. La soledad es querer amar, sin haberse enamorado.

martes, diciembre 05, 2006

El Clan


En una remota aldea a las afueras de Kampala hay una gran hoguera crepitando en la madrugada. Frente a ella, el último de los Bukenya contempla entre sollozos como arde su cabaña; como se calcina la amargura del ayer; como las lenguas de fuego dibujan en la noche pretéritos pasajes de su infancia. Llora mientras ve desmoronarse el esqueleto abrasado de su hogar. Bajo aquel techo de ramas y paja habían nacido sus hermanos, allí habían subsistido entre polvo y lodo, labrando de sol a sol el sitio de su recreo, el árido campo ugandés. Y allí, en su humilde choza, habían fallecido junto a sus padres en apenas dos décadas, victimas del hambre y la enfermedad.

El último de los Bukenya tan solo tiene cuarenta y dos años, y ya es un anciano. La penuria y la dolencia han extinguido cualquier vestigio de la existencia de los suyos. Y en aquella chabola infesta de sufrimiento y aflicción, transcurren los días sin pasar el tiempo, debe huir del yugo de su pasado hacia una tierra con futuro. Su única esperanza habita lejos de allí, mas allá de las pirámides de Gizeh, en un lugar llamado Holanda, donde los campos son de tulipanes, y los molinos ruedan al viento.