lunes, julio 16, 2007

La anciana



La anciana murió tranquila, agotada de existir y de maldecir su enfermedad. Había tenido una vida digna y longeva, servil a los quehaceres domésticos, a su familia y a su fe, fruto de la educación costumbrista que había recibido en su pequeño pueblo de las montañas.
Siempre rebosaba energía, a diario limpiaba cada metro cuadrado de la vieja casa al tiempo que charlaba con las vecinas de cualquier suceso. Acudía al mercado mientras dejaba cocinándose a fuego lento algún suculento guiso. Y en el frenético vaivén siempre sacaba un rato para oraciones y plegarias, misas televisadas o cualquier programa de corazón o telenovela matinal.
Cada tarde oraba, rogaba y cantaba a Dios desde los primeros bancos de la iglesia. En esas horas de misa su marido se sonría diciendo que pasaba las horas en el desguace; quizá no hubiera bromeado tanto de saber que una parte de su pensión de jubilado acababa en las arcas de la parroquia. Y por las noches, al acostarse rezaba entre susurros hasta que el sueño le silenciaba.
Y fue con un nuevo despertar cuando la enfermedad la arroyó; aquel amanecer supuso el principio del fin. Su vitalidad se esfumó, las tareas diarias se convirtieron en una tortura física que su frágil cuerpo no podía soportar. La rutina era una condena, un bucle infinito, todo se había desvanecido; sus ganas de vivir, su sonrisa, la luz de su ojos. Durante 3 años vomitó un inagotable chorro de despropósitos devorada por el dolor, amenazando con arrojarse al vacío y acabar sus días. Y así, maldiciendo su sino, murió. Y a pesar de la enorme tristeza que su marcha me provocó sentí un inmenso alivio y una gran paz interior al saber que ya no sufriría más.
Era mi abuela, murió no muy lejos de donde había nacido, en Santurtzi, allende del mar. Se llamaba Charo, tenía el cabello rojo encaracolado, la tez bronceada y salpicada de pecas, y una picara mirada almendrada. Le gustaba observar el mundo sentada desde su banco de la calle y dejar marchitar sus días al sol.



A la memoria de mi abuela, una gran mujer.
Regreso en septiembre.

lunes, julio 02, 2007

Carpe Diem



Vivimos como inmortales, planeando los años venideros, codiciando cosas, sin concebir un mundo en el que ya no existamos, sin poder esbozar en nuestros pensamientos un alba sin ocaso, un mañana sin futuro. Resulta difícil imaginar que un día todo lo que nos rodea continuará su senda en el tiempo sin nosotros. Provoca vértigo proyectar en sueños un pasaje donde lloren nuestra ausencia, una despedida sin abrazos, palabras, ni lagrimas; un adiós inconsciente, inerte. Produce pavor un porvenir donde nuestro recuerdo se haya perdido en el olvido y ni si quiera una fotografía perdure en las paginas de un viejo álbum.
Un fulgor cegador, un golpe de mar, una nota sostenida, un sueño súbito, y todo se desvanece en un segundo. Los sentidos se extinguen en una noche repentina, una brusca oscuridad que lo engulle todo y en la que no somos nada. La realidad desaparece, y lo opaco se diluye hasta tornarse invisible.
La muerte llegará mañana, o quizá se demoré algún tiempo; Mientras se hilvana mi destino yo disfruto cada línea que escribo, cada letra de Silvio, cada nuevo rincón del mundo por descubrir, el perfume a salitre del océano, el sabor a dulce de leche, los acordes que me hacen cantar, los suspiros que me susurran en la almohada, cada beso en la frente al amanecer. Hay que sentir y soñar cada momento, hasta que el tiempo nos arrebaté la vida, intentando ahogar nuestra condena en felicidad.